
Señor, líbrame del éxito
Yo fracasé como deportista universitario. Durante los últimos años, he mirado al pasado con pesar por el potencial desperdiciado y los sueños de infancia que estuvieron tan cerca de hacerse realidad pero nunca lo hicieron. ¿Por qué no me esforcé más? ¿Qué tal si hubiera sabido lo que iba a hacer hoy? ¿Por qué Dios no me permitió utilizar los dones que me dio? Esto todavía me fastidia de tanto en tanto.
Aun si tú nunca has pasado tiempo en una cancha de fútbol, puede que lo entiendas. Tus pasiones sobrepasaron tu progreso; tus talentos nunca realizaron todo su potencial. Pero mientras haces muecas considerando el éxito que nunca llegó, ¿alguna vez se te ha ocurrido efectivamente dar gracias a Dios por tu fracaso?
¿Gracias a Dios por el fracaso?
No se me había ocurrido hasta hace poco. Perdido en un ensueño de lo que podría haber sido, las palabras de Spurgeon lanzaron flechas a lo profundo de mi fantasía:
Hay muy pocos hombres que pueden soportar el éxito; ¡nadie puede hacerlo a menos que se le conceda gran gracia! Y si tras un pequeño éxito comienzas a decir: «Ahí está, soy alguien. ¿No lo hice bien? Estos pobres vejestorios no saben cómo se hace; yo les voy a enseñar», tendrás que pasar al rango posterior, hermano; ¡aún no estás capacitado para soportar el éxito! Está claro que no puedes tolerar los aplausos.
Sin dudarlo un momento, ese éxito que yo había ansiado tanto tiempo me había dejado un sabor amargo. Como el Dr. Frankenstein, quien se obsesionó durante meses con su creación solo para retorcerse de horror en el momento en que el monstruo cobró vida, yo vi mi ídolo con sobriedad. El «éxito» que deseaba abrazar —para mí— era en igual medida la celebridad que yo deseaba abrazar. Tenía un saludable amor por el deporte, pero un amor no saludable por mi propio renombre, lo que significaba que mi naciente fe en Cristo tal vez no habría sobrevivido a las cizañas de la aclamación mundana sin consecuencias. Dudo que pudiera haber soportado las simples semillas de la segunda tentación que Jesús superó en el desierto:
Entonces el diablo lo llevó a una parte alta y desplegó ante él todos los reinos del mundo en un solo instante. «Te daré la gloria de estos reinos y autoridad sobre ellos… Te daré todo esto si me adoras» (Lucas 4:5-7 NTV).
Le di gracias a Dios por librarme de mis sueños de grandeza. En mi mediocridad, él me protegió. Al permitirme fracasar, fue un padre para mí. Al guardarme del éxito, me guardó para sí mismo.
Hijos de Babel
Ahora bien, algunas almas maduras efectivamente pueden soportar lo que Calvino llamó «la fiera prueba de la popularidad». Y aunque algunos pueden soportarla indemnes, parece muy cierto que muy pocos hombres pueden sobrellevar el éxito. El cumplimiento de nuestros sueños terrenales, los elogios que todavía esperamos secretamente, el reconocimiento en el que hemos llegado a confiar que podría convertirnos en alguien, podría desatar una pesadilla si realmente lo recibiéramos. El éxito oculta su precio, y algunos vivimos persiguiendo la llama.
Desde Babel, muchos han estado tratando de «hacerse un nombre» (Génesis 11:4). Abrigan ambiciones egoístas y viven para lo que Pablo denominó «gloria hueca» (Filipenses 2:3, mi traducción). Esto es peligroso porque Jesús mismo preguntó: «¿Cómo va a ser posible que ustedes crean, si unos a otros se rinden gloria, pero no buscan la gloria que viene del Dios único?» (Juan 5:44).
El ser humano no puede servir a dos glorias. Juan nos dice que algunos creyeron en los milagros de Jesús pero no lo confesaron, porque «preferían recibir honores de los hombres más que de parte de Dios» (Juan 12:42-43). Escogieron sentarse cómodamente en la sinagoga antes que caminar con el Dios encarnado. A los hipócritas que publicitaban su ayuno con rostros demacrados, hacían tocar trompeta cuando daban, y hacían largas oraciones en las esquinas de las calles para que los demás los vieran, Jesús les dijo: «La gloria humana no la acepto» (Juan 5:41).
Ahora bien, esto no significa confundir éxito carnal con fructificación espiritual. Oramos para influenciar almas, combatir el pecado, proclamar a Cristo, y vivir para la gloria de Dios en nuestra familia, llamado y carrera. Él ha prometido esas cosas. Más bien renunciamos a la visibilidad del éxito, el anhelo de no solo lograr cosas grandes por la fuerza de Dios, sino de asegurarnos de que todos los demás sepan que hemos logrados cosas grandes. La obsesión por que nuestras faltas sean olvidadas y nuestros triunfos sean publicados. La tentación a orar de modo blasfemo en nuestro corazón: «Ojalá que todos estén donde yo estoy para que vean mi gloria».
No puedes soportar el éxito solo
Dios debe fortalecernos contra las afiladas hojas del éxito.
Pablo enseña que él necesitaba ser fortalecido por Dios para soportar lo malo y lo bueno. Necesitamos que Dios nos lleve por los valles y nos guíe a salvo sobre las cumbres. «Sé lo que es vivir en la pobreza», dice él, «y lo que es vivir en la abundancia. He aprendido a vivir en todas y cada una de las circunstancias, tanto a quedar saciado como a pasar hambre, a tener de sobra como a sufrir escasez. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:12-13).
«Todo» incluye las cosas buenas. El apóstol necesitaba a Cristo para estar satisfecho en Cristo cuando la vida salía terriblemente mal, y cuando iba sorprendentemente bien. El verso 13, como el verso favorito del deportista cristiano, no se refiere tanto a que Cristo lo fortalece para alzar el trofeo de la victoria, sino más a que Cristo lo fortalece para que él no lleve ese trofeo y los aplausos hasta su corazón y los convierta en su cristo. Necesitamos fortaleza divina para la ardua caminata en el desierto, y también para comer hasta saciarnos en Jerusalén. Si no hemos aprendido esto, entonces nuestra abundancia —y los elogios que esta trae— se vuelve insegura.
Alimento para los gusanos
Considera el contraste entre Pedro, Pablo, y Bernabé —hombres que aprendieron este secreto—, y Herodes, quien no lo aprendió.
Cuando Cornelio se postró para adorar a un simple humano, Pedro lo agarró, lo levantó de inmediato, y le dijo: «Ponte de pie, que solo soy un hombre como tú» (Hechos 10:24-26). Cuando Pablo y Bernabé sanó a un paralítico en Listra en Hechos 14, la gente clamó: «¡Los dioses han tomado forma humana y han venido a visitarnos!» (Hechos 14:11). Cuando Pablo y Bernabé oyeron esto y descubrieron que planeaban ofrecerles sacrificios, los dos hombres
se rasgaron las vestiduras y se lanzaron por entre la multitud, gritando: «Señores, ¿por qué hacen esto? Nosotros también somos hombres mortales como ustedes. Las buenas nuevas que les anunciamos son que dejen estas cosas sin valor y se vuelvan al Dios viviente, que hizo el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos» (Hechos 14:14-15).
Estos estimados hombres de Dios rechazaron la tentación original de Satanás: ser como Dios, aunque solo fuera a ojos de los hombres.
Herodes hizo lo contrario.
El día señalado, Herodes, ataviado con su ropaje real y sentado en su trono, le dirigió un discurso al pueblo. La gente gritaba: «¡Voz de un dios, no de hombre!». Al instante un ángel del Señor lo hirió, porque no le había dado la gloria a Dios; y Herodes murió comido de gusanos (Hechos 12:21-23).
Tres pudieron soportar ser usados por Dios y no intentaron robarle la gloria. El otro murió agusanado.
No a nosotros
En la universidad, yo todavía no aprendía a tener abundancia. El éxito que anhelaba ponía mi alma en peligro.
No era como William Wilberforce, quien, cuando se aprobó su ley que abolía el comercio de esclavos británico —algo a lo que dedicó su vida—, marcó la trascendental victoria meditando en un solo versículo.
La gloria, Señor, no es para nosotros; no es para nosotros, sino para tu nombre, por causa de tu amor y tu verdad (Salmo 115:1).
Él estaba marcado por este verso. Dios lo había estampado en su labor y llamado. Y a su tiempo, él supo tener abundancia. Este verso es la bandera sobre el hombre o la mujer que ha aprendido el secreto de Pablo: «La gloria, Señor, no es para mí, sino para tu nombre». Y si pasamos inadvertidos mientras vivimos para la gloria de Dios, nos alegramos de que Dios nos vea y nos libre de los peligros de los elogios.
Señor, líbrame del éxito infeccioso
Considera una vez más lo que tenemos en Cristo. Somos hijos e hijas de Dios. ¿Qué más necesitamos? Que eso te libere. Cristo es tuyo. El cielo es tuyo. La gloria eterna pronto será tuya.
No te alegres porque has hecho grandes cosas, y no te desveles porque no hay trofeos acumulando polvo en tu estante. Antes bien, alégrate de que tu nombre está inscrito en el cielo. Estemos contentos al menguar en este mundo para que él crezca, contentos de caminar por la senda del asno anónimo que cargó al Hijo a Jerusalén. Somos libres para ser nadies en la tierra porque somos conocidos en el cielo.
Que Dios nos dé el valor suficiente para orar:
Señor, líbrame del éxito que amenazaría con deshacerme. No todas las victorias son buenas victorias; no todos los triunfos me llevarán a casa. Guárdame de los logros que me envanecerían, de los triunfos que me tentarían a olvidarte. Tú me has enseñado a orar: «No nos dejes caer en tentación»; qué lento he sido para darme cuenta de la sabiduría que podría implicar todo eso. Pero ahora, al ver mis objetivos y esperanzas en su apropiada perspectiva, te pido que hagas lo mejor, aunque eso signifique la muerte de mis sueños. La gloria no es para mí, oh Dios, no es para mí, sino para tu nombre, para que tu gran amor y tu fidelidad sean manifiestos.
Por: Greg Morse
Fuente: Lord spare me from success
Traducido por: Proyecto Nehemias
Publicado por: Mariafernanda Artadi
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