
Hombres olvidados con demasiada facilidad
Por qué no basta con ser simpático
El otro día volví escucharlo por la que debe ser la centésima vez. «¿Cómo lo describirías? Hmm. Bueno, es simpático». En otras palabras, «da igual». Sería distinto si ella lo acabara de conocer, pero ha estado en su grupo durante algún tiempo. Compartieron incontables momentos de comunión, incontables estudios bíblicos juntos. Ella lo vio en decenas, si no cientos de interacciones, y muchas veces lo escuchó hablar y orar. Sin embargo, lo único que pudo pensar fue «simpático».
Quizá fue culpa de ella. Tal vez había pasado por alto los contornos de la piedad de él oculta en el silencio de una vida humilde (1 Timoteo 2:2). Pero ¿vamos a creer que siempre es ese el caso? ¿Cómo pueden algunos hombres en la iglesia ser tan insulsos, tan corrientes, tan insípidos? Es una pregunta que me he hecho recientemente, en parte porque, por años, quizá yo fui el tipo casi imposible de describir más allá de «simpático».
Pero no me malentiendan. Los hombres de Dios deben «evitar pleitos. En cambio, deben ser amables y mostrar verdadera humildad en el trato con todos» (Tito 3:2). Los hombres deben ser genuinamente amables (Gálatas 5:22; Efesios 4:32; Colosenses 3:12), cosa que algunos catalogarían como «simpático». Pero ¿debería ser este el único adjetivo para describir a un hombre de Dios?
¿Cuándo fue que el linaje de los hombres, en otro tiempo inflamados de propósito y pasión, se achurrascó hasta quedar como algo tan ordinario? ¿Qué persona, en el siglo I o después, al preguntarle cómo era Jesús, habría respondido «hmm, bueno, era simpático»? ¿A qué imagen nos estamos conformando?
Los variados hombres del Mesías
No estoy diciendo que cada hombre cristiano deba ser extraordinariamente dotado, poderoso, o brillante. No estoy hablando de concursos de popularidad ni exhibiciones de belleza. Nuestro propio Salvador no poseía «belleza ni majestad alguna; su aspecto no era atractivo y nada en su apariencia lo hacía deseable» (Isaías 53:2), y obtuvo menos votos que Barrabás.
Además de esto, sus discípulos eran tipos promedio, pescadores y comerciantes. Y a pesar de cómo nos estimemos nosotros, la mayoría somos iguales, por el maravilloso designio de Dios:
Hermanos, consideren su propio llamamiento: No muchos de ustedes son sabios, según criterios meramente humanos; ni son muchos los poderosos ni muchos los de noble cuna. Pero Dios escogió lo insensato del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los poderosos. También escogió Dios lo más bajo y despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es, a fin de que en su presencia nadie pueda jactarse (1 Corintios 1:26-29).
Hablo de algo diferente: una existencia nada excepcional, inadvertida, insípida, haciendo las paces con el mundo, que no se condice con hombres nacidos de Dios (y mujeres nacidas de Dios, por cierto). Una vida que comienza como un quejido y acaba como un susurro, con poco en qué reparar entremedio. Una vida en la que esta generación maligna no repara.
Hablo de una existencia cortés sin señales de esa cualidad del otro mundo, esa luz, ese aroma de Cristo que es fragancia de vida para los que están vivos, o bien aroma de muerte para los que no lo están (2 Corintios 2:15). Hablo de hombres de iglesia que van y vienen de las reuniones sin esencia alguna, no animados por la vida espiritual mientras son amistosos, corteses y cordiales.
Comunes pero extraordinarios
Esto no servirá. El Señor hace aun de los soldados más comunes que han pasado tiempo en su presencia un asombro para el mundo: «Los gobernantes, al ver la osadía con que hablaban Pedro y Juan, y al darse cuenta de que eran gente sin estudios ni preparación, quedaron asombrados y reconocieron que habían estado con Jesús» (Hechos 4:13).
Conozco a tales hombres, y sería una deshonra y una mentira, cuando uno llega a conocerlos, mezquinamente llamarlos «simpáticos», o cualquier otro sinónimo desabrido, hipocalórico, libre de azúcar. Al principio, uno puede verse tentado a llamarlos comunes. Puede que a primera vista no destaquen. Pero con el tiempo lo harán.
Después de escuchar el callado trueno de sus oraciones, observar la firme ternura con la que conducen a su familia, después de luchar junto a ellos en batallas espirituales, maravillarse en su renuencia a quejarse en los tiempos difíciles, anhelando imitar su amor siempre activo por aquellos que los han lastimado, su valor para permanecer firmes cuando otros huyen, si inequívoco llamamiento celestial, su capacidad para elevar a todos los que los rodean hacia una mentalidad espiritual; en esta situación, muchos —me incluyo— nos sorprendemos con razón. Ellos no son celebridades. No han escrito libros. No se puede encontrar sus sermones en YouTube, pero con una Biblia gastada, rodillas inflamadas y una fe sincera, viven distintivamente en el mundo para Cristo.
Ellos poseen una singularidad que no se puede ocultar bajo una cesta. Lo suyo no es una tibieza que produzca una masculinidad prefabricada. Ellos marcan la diferencia con los hombres del mundo, en su esencia, como la luz de la oscuridad, la justicia de la iniquidad, Cristo de Belial, los vivos de los muertos. Sacan armas contra esa mesurada devoción a la religión que repugna a Cristo y solo despliega soldados de Xbox (Apocalipsis 3:16).
Algo, no nada
Quiero mucho más para los hombres en la iglesia, así como quiero mucho más para mí mismo. Insisto, no porque necesitemos ser especiales en las formas que el mundo considera gloriosas, sino porque estamos llamados a vivir como ciudadanos del cielo, hombres de Dios, soldados de Cristo, que sean celosos de buenas obras y por la gloria de Jesucristo. Necesitamos hombres que no se avergüencen ni sientan remordimientos por ser una fuerza para el bien en el mundo.
Pero ¿qué se puede hacer? Un primer paso: recuperar un ideal positivo del hombre cristiano. Un filisteo ha invadido nuestras filas, una sombra ha cruzado la cultura y se ha infiltrado en la iglesia. Es una sofocación, un negativo fotográfico. Se ha convertido en un falso ideal, una media verdad, una silueta: un hombre descrito por lo que no debería ser antes que por lo que debería ser.
Los hombres de verdad, se nos dice reiteradamente, no hacen de su carrera un ídolo. Los hombres de verdad no son bravucones. Los hombres de verdad no ven pornografía. Los hombres de verdad no abusan de las mujeres. Los hombres de verdad no viven en casa después de la universidad jugando videojuegos en el sótano de sus padres. Amén a aquello que los hombres no son, pero ¿qué es entonces un hombre de verdad? ¿No podemos decir más que solamente un hombre que no hace mal? Necesitamos hombres que no solo eviten el mal, sino que encarnen lo que es bueno. Hay una profunda diferencia.
Uno ve la hombría como una enfermedad incurable de la sociedad que debe ser tratada; lo otro, un pilar sobre el cual construir la civilización. Cuando prevalece lo primero, cuando definimos a un hombre bueno simplemente como uno que no es malo, creamos hombres sin heroísmo, domesticados, no aptos para contrarrestar los males a su alrededor. No son «tóxicos» ni abusivos, pero tampoco valientes ni fuertes; ni fríos ni calientes, solo a temperatura ambiente. ¿Cuántos se sitúan en este intermedio desolado, esta tierra de nadie? Un lugar que carece del vigor, la fortaleza, la nobleza de la hombría.
¿Qué tan alterada está una imagen positiva? Los hombres de verdad defienden a los oprimidos. Los hombres de verdad se dominan a sí mismos, protegen a las mujeres, acumulan tesoros en el cielo, lideran sus hogares, asumen la responsabilidad, viven consagrados a los asuntos del reino. En lugar de decirle a un hombre cómo no debe usar su testosterona, su ambición, su agresión, su fuerza, debemos presentar una visión sobre cómo usarlas —redimidas y con un nuevo propósito— para la gloria de Dios.
Aspiración notable, hombres notables
La hombría es mucho más que lo que no debería ser. En Cristo, la hombría:
• No solo carece de cobardía, sino que posee valor.
• No solo carece de una mala visión de Dios, sino que arde con convicciones bíblicas.
• No solo carece de un espíritu avasallador, sino que es ejemplo de liderazgo piadoso.
• No solo evita la autodependencia, sino que se compromete con la oración.
• No solo evita el pecado habitual, sino que cultiva el arrepentimiento habitual.
• No solo dice «no» a los deseos ilícitos, sino que dice «sí» a la iglesia local.
Los hombres piadosos no solo matan su propio pecado, sino que andan por el Espíritu (Gálatas 5:16). No solo huyen de las pasiones juveniles; ellos buscan la fe, el amor, la justicia con los demás (2 Timoteo 2:22). No solo renuncian a las malas manzanas; producen fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23). Corren hacia algo, no solo huyen de algo, manteniendo fija la mirada en Cristo. Y sus increíbles aspiraciones, sostenidas por un poderoso Dios de gracia, forman notables hombres de Dios.
Hombre a la vela
No debemos adoptar el ideal del mundo de una masculinidad lo bastante simpática: hombres que, aunque no son brutos, permanecen en una existencia insulsa, domesticada, desafilada y suavizada. Pero tales hombres, activados por Dios, pueden levantarse del naufragio de lo que perdió la pasividad de Adán. Liberados de la jaula, podemos correr libres y manifestar una masculinidad que este mundo no sabe que anhela.
Como hombres, no somos barcos que flotan sin rumbo en el mar. Debemos hacernos a la vela. Debemos bajar los remos, encargarnos de las velas, y preparar los cánones. Tenemos trabajo que hacer. Tenemos algo por lo cual vivir. Tenemos una misión, un propósito, y se extiende mucho más allá de no hundirnos ni disparar a nuestras esposas e hijos.
Dios nos ha recreado para más que el insípido sabor de «bueno, es un tipo simpático».
Por: Greg Morse
Traducido por: Proyecto Nehemias
Publicado por: Mariafernanda Artadi
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