Reflexión y Recursos Bíblicos basados en la Gracia de Dios

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Sepa qué no decir

Los cristianos deberían ser los hablantes más cuidadosos del mundo. Deberíamos caracterizarnos por dos tipos de temblor cuando se trata de las palabras: debemos temblar ante las palabras que Dios habla y debemos temblar ante las palabras que hablamos.
Sabemos que debemos temblar ante la palabra de Dios, porque él nos dice:

“Pero a éste miraré: Al que es humilde y contrito de espíritu, y que tiembla ante Mi palabra.” (Isaías 66:2)

Pero, ¿por qué deberíamos temblar ante las palabras que hablamos? Porque Jesús dijo:

“Pero Yo les digo que de toda palabra vana que hablen los hombres, darán cuenta de ella en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado.” (Mateo 12:36-37)

“Toda palabra vana”. Eso debería detenernos en seco. Debería hacernos temblar, considerando cuántas palabras hablamos. Y por “hablar” me refiero a cada palabra que sale de nuestras bocas, nuestros bolígrafos y nuestros teclados. Hablamos miles de palabras todos los días, a veces decenas de miles.
Cuando experimentamos estos dos tipos de temblor, estos ocurren por la misma razón: amamos y tememos a Dios y no queremos profanar su santa palabra o profanar su santidad con nuestras palabras profanas. Tal temblor hace que deseemos hablar con cuidado y, a veces, no hablar en absoluto. Porque creemos que,

“Hay un tiempo señalado para todo, y hay un tiempo para cada suceso bajo el cielo: … tiempo de callar, y tiempo de hablar.” (Eclesiastés 3:1, 7)

Un tiempo para estar en silencio

Realmente hay un tiempo para callar. Y ese momento llega con más frecuencia de lo que la mayoría de nosotros estamos acostumbrados a pensar.
Vivimos en una era de conversaciones incesantes. Nunca en la historia humana el ruido de la comunicación humana ha sido tan constante. Incluso cuando estamos tranquilos, no guardamos silencio, mientras recibimos y enviamos comentarios a través de nuestros medios digitales. Nuestra cultura no cree que “el necio multiplica las palabras” (Eclesiastés 10:14).
En un nivel, se cree que las palabras multiplicadas aportan conocimiento multiplicado, y que el conocimiento multiplicado aporta sabiduría multiplicada. En otro nivel, sin temor a Dios, al necio simplemente no le importa cuántas palabras fluyan. Por lo tanto, nos inunda incesantemente con información, análisis, comentarios, críticas, opiniones y burlas a través de cada flujo de comunicación. No podemos evitar estar condicionados por este entorno.
Y con el advenimiento de las redes sociales, casi todo el mundo ahora tiene una plataforma de transmisión desde la cual pueden disertar públicamente cualquier cuestión social, cultural, política, económica o teológica, cualquier controversia, cualquier escándalo, cualquier cosa en cualquier momento que lo deseen, independientemente de lo que ellos sepan. Y aunque la democratización de la comunicación pública es un fenómeno histórico notable y ciertamente tiene algunos beneficios maravillosos, es algo peligroso, espiritualmente hablando. Es un foro inmenso y cacofónico de palabras multiplicadas, necias y vanas, por la cual cada participante, lo sepa o no, dará cuenta a Dios.

El principio de la sabiduría

Los cristianos saben que “el principio de la sabiduría” y “el principio del conocimiento” es “el temor del Señor” (Salmo 111:10; Proverbios 1:7 NVI). Y una expresión de ese temor es temblar ante la santa palabra de Dios y ante la nuestra.
Nos enseñaron que es profundamente sabio para nosotros cultivar la disciplina de ser tardos para hablar (Santiago 1:19). Tardo para hablar implica que hay un tiempo para el silencio. A veces significa que permanecemos en silencio durante un breve período de tiempo apropiado o prolongado mientras escuchamos con prontitud (escuchando atentamente), por lo que conseguimos una comprensión precisa de una cuestión antes de hablar con cuidado. Y a veces significa que no hablamos en absoluto. Lo primero siempre es una necesidad para nosotros; lo último es a menudo una necesidad.
Dios nos llama a vivir en contra de nuestra cultura de hablar a cualquier provocación. En un mundo donde la información rápida, los comentarios rápidos y los contra-comentarios rápidos están encendiendo continuamente los furiosos incendios forestales de palabras (Santiago 3:5), los hijos e hijas de Dios están llamados a ser pacificadores que apaguen el fuego (Mateo 5:9). Y una de las formas subestimadas de pacificación es reconocer el tiempo para guardar silencio. Menos palabras puede ser menos combustible para los incendios.

Un tiempo para hablar

Pero los cristianos no siempre deben guardar silencio. Hay un tiempo para hablar y hay cosas que debemos decir. Nuestro Dios es un Dios que habla y sabemos que Él definitivamente quiere que hablemos (Mateo 24:14; 28:19-20).
Pero cuando Dios habla, habla muy intencionalmente y, considerando su omnisciencia, habla con tremenda moderación. Y esa es la forma en que quiere que hablemos, como sus hijos y embajadores excesivamente no-omniscientes (2 Corintios 5:20): de manera intencional y con moderación. Él quiere que aprendamos a hablar como Jesús.
Nosotros, así como Job, tenemos la tendencia de hablar precipitadamente y con confianza acerca de las cosas que realmente no entendemos (Job 42:3). Pero Jesús a menudo decía menos de lo que sabía porque escuchaba en oración al Padre y decía solo lo que discernía que debía decir (Juan 8:26). El hecho de que tuviera una boca y una plataforma pública no significaba que siempre debería emplearlos. Más bien, dijo: “No hago nada por Mi cuenta, sino que hablo estas cosas como el Padre Me enseñó” (Juan 8:28). Él vivió perfectamente y modeló para nosotros este verso:

“Señor, pon guarda a mi boca; vigila la puerta de mis labios.” (Salmos 141:3)

Dios despliega a sus hijos estratégicamente en todas las esferas. Él nos da a cada uno algunas tareas y algunas cosas para decir con el fin de llevar el Evangelio a nuestras esferas limitadas. Cada uno de nosotros debe discernir en oración nuestras esferas y limitaciones. Ninguno de nosotros, como individuos, iglesias u organizaciones, está llamado a abordar cada cuestión actual. Y si esto es cierto para las cuestiones sobre las que tenemos conocimiento, es especialmente cierto para las cuestiones en las que tenemos poca o ninguna experiencia personal.
Si tenemos algún tipo de liderazgo en el que estamos llamados a tratar un asunto, primero debemos orar por sabiduría, luego debemos ser honestos públicamente acerca de lo que no sabemos y no sucumbir a la presión y tratar de hablar más de lo que sabemos. Y entonces, si el Señor guía, debemos buscar la comprensión necesaria para hablar con más amabilidad.
Y cuando discernamos la dirección de Dios para que hablemos, nosotros, al igual que Jesús, recordemos que nuestras bocas, dedos y plataformas aún pertenecen a Dios. No somos libres de decir lo que deseamos sobre lo que sabemos. No hacemos nada bajo nuestra propia autoridad, sino que debemos decir solo lo que discernimos que Dios quiere que digamos.

¿Dura, agradable o en silencio?

Hablamos la verdad en amor (Efesios 4:15), pero no hablamos para obtener los “me gusta” de las personas; hablamos para buscar la aprobación de Dios. Así que, eso significa que a veces hablamos una verdad amorosa que es agradable y dulce (Proverbios 16:24), y otras veces hablamos una verdad amorosa que es misericordiosamente dura (Proverbios 27:6). Esto es hablar como Jesús, que a veces dice cosas como: “Vengan a Mí, todos los que están cansados y cargados, y Yo los haré descansar” (Mateo 11:28), y a quienes en otras ocasiones dijo cosas como: “Al contrario, si ustedes no se arrepienten, todos perecerán igualmente” (Lucas 13:5).
Discernir cuándo decir una verdad amorosa y agradable, cuándo decir una verdad amorosa y dura, y cuándo no decir nada en absoluto es la tensión que Dios ha diseñado deliberadamente para mantenernos en oración dependiente de Él. A menudo no es evidentemente obvio. Hay momentos en los que realmente queremos hablar y no deberíamos. Y hay momentos en los que realmente no queremos hablar y debemos hacerlo.
Lo que más nos ayudará a discernir cuándo es un momento de guardar silencio o un tiempo para hablar es cultivar un santo temblor por la palabra de Dios y por nuestras palabras. El modo correcto de temer al Señor es nuestra mejor guarda para nuestra boca.
Por: Jon Bloom © Desiring God Foundation.
Fuente: “Know What Not to Say”.
Traducido por: Daniel Elias.

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